Ernesto Sábato otra vez, el horror y la muerte : sobre El Túnel (17/03/2004)

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El Túnel de Ernesto Sábato es la primera parte de una trilogía de novelas que además incluye Héroes y Tumbas (traducida inicialmente al francés bajo el título de Alejandra) y Abaddón el Exterminador (traducida como l´Ange des ténèbres). Cuando la novela El Túnel se publicó en Francia en 1956, fue saludada por Albert Camus (1) y Graham Greene. Cuando apareció en Argentina, su país de origen, Sábato contaba 37 años; escuchémoslo evocar sus años de formación : Me formé en la época en que Borges ya era un escritor importante. Por la misma época en que había un escritor menos conocido, aunque de otra procedencia, Roberto Arlt, mezcla de Dostoievsky y de Paul de Kock. Era un existencialista “hors de lettre”, un escritor excéntrico que se había formado a partir de traducciones indirectas de clásicos europeos; un escritor de una fuerza excepcional, célebre por sus crónicas negras y sus reportajes sobre el mundo del fútbol... Mi literatura nace, por tanto, de una cierta hibridación entre esas dos corrientes : la de los “escritores aristocráticos” de la Revista Sur y la de los escritores conocidos como populares, como Arlt (2). El Túnel es la historia de un asesinato, cuya intriga eventual, propia a las mil maravillas de un aficionado a novelas policiacas, desaparece desde la primera línea de la obra : Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona (3). La novela plantea sin rodeos el problema de la felicidad en el Mal, problema que ya poco debería asombrar al lector familiarizado con las diabólicas criaturas pintadas por Barbey; problema que ni siquiera está incluido, por un gesto de recatada moralidad, en el infierno de esos autores enfermos o neuróticos que los finales del siglo XIX salpicaba con tolerancia de gusto decadente, para resarcirlos de su frenesí. A lo sumo esa felicidad prohibe nuestro asombro y, dado que ya sólo es un cliché literario, en adelante resulta muy inadecuada para evaluar la profundidad de la melancolía en la que nos hundimos y para revelarnos como insoportable esta bajeza, no obstante lo escandalosa: maté y soy feliz. Así pues, el libro de Sábato tiene el mérito de exponer de nuevo, después de tantos  otros – pero, evidentemente, toda obra es singular – lo que no puede ser, es decir, lo prohibido de un goce y de una paz sádicos o, más bien, infernales, mientras que el reino donde encuentra refugio el asesino de nuestra novela ya no sólo es terrenal, sino sobrenatural ; reino que, suponemos, es el Infierno.
Reclusión final, la de la cárcel que de seguro castiga al asesino, pero también encierro que inevitablemente prepara su prisión en el minuto mismo en que Castel ve a la que va a convertirse en su amada, completamente muda ante uno de los cuadros del pintor que representa, en su borde superior izquierdo, a una joven que mira el mar y que es la imagen invertida de la primera. Pero, ante todo, encerramiento que es el de los celos. No creo que resulte exagerado situar nuestra novela totalmente bajo la mirada de Otelo: Juan Pablo Castel mató a quien amaba, pero sufrió indescriptiblemente al no poder aplacar, en su consciencia, las dudas que le asaltaban, como : ¿ en realidad quién es esa joven que un día de exposición de sus lienzos se detiene ante una pintura del maestro que nadie, salvo ella – y sobre todo los estúpidos críticos, que definitivamente nada comprenden – parece haber comprendido realmente ? Además ¿cómo admitir que esa mujer parece gozar de una experiencia muy vieja, infinita e indecente, cuando ella no alcanza a tener ni los treinta ? ¿ cuál es el transfondo vicioso que le permite destacar, a la luz del placer, esos gestos de obscena experiencia? Y ¿ cómo asegurarse, radical y definitivamente, de que María Iribarne únicamente ama a un solo hombre, el pintor Juan Pablo Castel, cuando merodean a su alrededor algunos fantasmas masculinos como su primo Hunter, petulante y grosero seductor ; su marido, ciego sombrío y otro de sus primos a quien conoció, quién sabe de qué manera, durante la infancia ?
Como en Macbeth de Shakespeare, ninguna voz responde a las dudas angustiosas del personaje que quedan sin respuesta, y uno entiende que en ello reside lo demoniaco: no en la incomprensión que aleja a ambos amantes, rutinario silencio de dos almas contra el cual, en efecto, a veces se dirige el crimen como un acto trágico y miserable, sino en la ronda loca de las sospechas que torturan a Castel y, ante todo, en el hecho, esta vez realmente trágico, de que el pintor es perfectamente consciente del gesto o de la palabra minúsculas que debe hacer o decir para que todo se ponga en orden. Pero no hay nada que hacer... La inevitable percepción de un enlace de circunstancias, de la intrusión de un dramático – en el sentido propio del término – sentimiento de reclusión, absurdo desvelo, que llevará al pintor hasta la locura de una crimen sin duda gratuito.
Esta gratuidad del crimen quizás parezca la consecuencia final de la crisis pasional; es cierto que en Vent noir, otra magnífica novela de celos, Paul Gadenne pone fin a la miserable odisea de su héroe desgraciado con la muerte de quien ama, pero nada nuevo se reconoce después del drama del gran elizabetiano. Por tanto el cliché nada explica; por otra parte es como los celos, sólo que lo hace ver decididamente pesimista; pesimismo según el cual el universo está entregado al Mal – Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración (4) – y a la Nada – ¿ Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes? (5) o el otro testimonio, corolario del primero, de una soledad invencible ; a lo mejor la mirada que el pintor intercambia con la joven que contempla su pintura sólo sea un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo (6) y, por consiguiente, ninguna de esas razones puede dar la clave del crimen cometido por el pintor Castel. Pues quienquiera que decida matar, sabe que siempre permanece lejos del alcance de la comprensión de sus pacíficos hermanos; literalmente incluso, ya ni él mismo se comprende. Examinemos, o al menos intentemos hacerlo, lo que conviene llamar después de Crimen y Castigo de Dostoievsky o de La Luz de Agosto de Faulkner, el origen de un crimen, que nos permitirá comprender porqué, como la rosa de Heidegger, el asesinato es “sin porqué”.
Para convertirse en un asesino antes de cometer el acto irreparable es necesario querer matar, desearlo y llamarlo con toda el alma, hasta el punto de que el espíritu apasionado esté muy cerca de creer que por culpa de semejante visión tan precisa como la realidad, el asesinato ya ha sido cometido. Pero eso no es suficiente, pues si en ese momento interviene el miedo, destruirá todo, el músculo que se tiende tanto como la imaginación; a partir de ahora sólo el miedo y no el resurgimiento de la moral o de un ridículo imperativo kantiano, él sólo, este miedo que hace vacilar al temible guerrero que es Macbeth en el momento de matar a su rey, sólo él puede impedir el acto y así oponer al crimen el muro más formidable e indestructible. Querer matar, poder matar, es, por tanto, ante todo y casi únicamente, querer y poder matar en uno mismo el miedo que nos invade; es con este acto radical de la voluntad como el hombre se eleva hasta una altura formidable. Quien desea matar es quien ha demostrado que puede matar su propio miedo. Esta voluntad todavía humana, así nos parezca monstruosa, se extiende y se infla desmesuradamente y, por ello, se vuelve inhumana: el que puede querer su propia muerte, nos dice el autor de los Demonios, toma el lugar de Dios (7). A quien ya no teme la muerte del otro porque no cree en la suya, a quien ya no teme su propio temor, desde ese momento pertenece a un reino que sólo cabe contemplar y que, creo, es la más clara representación de lo que llamamos el Infierno. No es un infierno puerilmente poblado de demonios que torturan con sus tridentes a algunos desgraciados condenados, sino un Infierno vacío, frío, que ofrece a quien lo conquista una paz desolada y glacial, aquélla paz del Infierno que Satán concede a la primera Mouchette de Bernanos (8).
Pues bien, para quien abra El Túnel, el crimen ya está ahí, absolutamente soberano, antes de haber sido cometido ; y también el absurdo, ese Mal sin rostro y el Infierno que es la sanción, igualmente absurda, pues el pintor Castel ya es la víctima de una soledad sin remedio. Es atributo propio de la modernidad hundir al lector al mismo nivel del Mal, mientras que, por ejemplo, en los viejos misterios de la Edad Media, el pecador sólo llegaba a él hacia el final de una negra carrera, cada uno de cuyos pasos se podía describir hasta el momento primordial que abre el relato como una playa blanca de pureza perdida; la consciencia todavía buena, de quien, por ejemplo, va a entregar su alma al diablo como Théophile. Muy pronto el drama de Marlowe complicará la entrega inicial, un poco simplista. Hoy en día, en casi todas las novelas contemporáneas, el mal ya ni siquiera interesa, ni el acto odioso que permite su eclosión. Sin duda, el lector sabe que el Mal ya está ahí (lo mismo que el novelista, quien cometería una falta estilística imperdonable si intentara aclarar las razones de tal o cual asesinato, como se ve en la novela enigmática de Branimir Sčepanovič, La bouche pleine de terre), Mal que es tanto más poderoso cuanto más anodino parezca, o algunas veces profundamente mediocre, como en Le Démon de petite envergure de Fédor Sologoub (9).
Sábato, en esta primera novela, adopta una vía intermedia; pues si bien es cierto que el narrador ya es prisionero de su crimen, convencido de su maldad (10) como el repugnante personaje de las Memorias del subsuelo de Dostoievsky (11), también es cierto que cuando decide escribir una relación de esos acontecimientos sólo intenta exponer sus gestos, no explicarlos. Impulsado por una débil esperanza escribe ...que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA (12).
En las otras dos novelas de Sábato, ni la explicación, ni siquiera el intento de una mera exposición, serán consideradas inútiles.
Dividido entre la consciencia de su propia  miseria y la del absurdo de un mundo carente de bondad providencial, el error sorprendente será, para el narrador de El Túnel, creer que el crimen es la única posibilidad abierta y extraordinariamente tentadora de lograr una comunión y una simple  comunicación con la joven misteriosa : Existió una persona que podría entenderme, así escribe Castel ; pero fue, precisamente, la persona que maté (13). Ya mencioné la segunda novela de Paul Gadenne Le vent noir, aquí como allí, el narrador va a matar la mujer de la que está enamorado con el fin de poder poseerla, pues siempre se le escapa, el asesino no tiene otra idea: crear una vez más un vínculo entre “ella” y él, sentir vibrar de nuevo esa relación apasionada que ella ha intentado negar y suprimir evitándola (14). En un mundo entregado al Mal, el asesinato es la única posibilidad que tienen dos seres de encontrarse y de unirse, mientras permanezca tan estrechamente enlazada esa pareja eterna : la víctima y el victimario (15).
Hablábamos, al comienzo de este artículo, de felicidad en el Mal, de gozo en el crimen, pero no creo, a decir verdad, que el gozo y la felicidad existan en la obra de Sábato, sino que éste, por el contrario, sólo nos invita a la mera contemplación de un fracaso absoluto, de un sinsentido irremediable. En Dostoievsky, cuyos héroes son tan bajos, tanto como que están hundidos en el Mal, siempre los salva una figura femenina redentora. El final de Vent noir de Paul Gadenne es desesperadamente sombrio, el héroe termina invadido [...] por el espíritu malvado (16), y, en resumidas cuentas, llega a esa región que Dante abrió concéntricamente en malebolge cada vez más infernales y que Gadenne imagina extendida hasta las dimensiones de un mundo. Aquella noche, el horror tenía un origen más vasto [...] ; el propio mundo era horroroso, el horror estaba por todas partes y lo aplastaba (17). El héroe de Gadenne parece prisionero, tanto como lo está Castel, en una cárcel maléfica, pero, para el autor de Baleine, ésta sigue siendo el lugar de una incomprensible pureza. Una vez que el crimen ha sido cometido, no le queda otra salida al personaje que reunirse con esa luz inexplicable que brilla a lo lejos sobre el horizonte (18).
Castel mismo sólo puede intentar redactar su historia y relatar su crimen que ni siquiera sirve como redención : Estaría en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras (19) mientras que reconoce ser presa, a la vez, de un sentimiento de infinita soledad y de un insensato orgullo (20). Es este mismo sentimiento de infinita soledad el que cierra la novela, tras el fracaso evidente del intento del narrador. Sin embargo, de la misma manera que en la novela de Gadenne, hubiésemos podido creer que llegaría a ocurrir una especie de paso entre el Mal y una forma extraña de pureza, equivalencia profana quizás, en un mundo desacralizado que ya no sueña con las doctrinas cristianas, de la doctrina de la contrición puesta en moda antes por Bloy y Huysmans. Sábato, además, hace eco de una tal correspondencia cuando lleva a decir a Castel, ¡ Dios mío, si era para desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes de Brahams y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterráneos ¡ (21). Pero es fácil ver que ninguna salvación debe esperarse de esta correspondencia.
Prisionero de su cárcel el pintor confiesa que su pintura no es comprendida, y jamás lo será, pues únicamente ha habido un solo ser que lo ha conseguido y a este ser, él le dió muerte. Finalmente, incomprendido y deseando quedarse, el narrador se entrega definitivamente al hermetismo demoniaco del cual hablaba Kierkegaard, no queriendo la piedad de nadie, ni deseando ya nunca la posibilidad de que un diálogo, así se rompa pronto, venga a liberarlo de los muros de (su) infierno (22).

Traducción del francés: Carlos-Alberto Ospina H.

Notas
51) En una carta dirigida a Sábato, Camus, quien descubrió la novela por Roger Caillois, escribe haberle gustado mucho su aridez e intensidad, en Sabato, Ernesto. Oeuvres romanesques, Seuil, 1996, p. 999.
(2) Conversaciones reunidas por Eduardo Giordano, en Ernesto Sábato et sa descente aux enfers.
(3) Sabato, Ernesto. El Túnel. En: Narrativa Completa. Barcelona: Seix Barral, 1982; p. 19.
(4) El túnel, op. cit.; pp. 19-20.
(5) Ibid, p. 48.
(6) Ibid, p. 49.
[7] Ver el extenso discurso que Kirillov tiene con Piotr Stepánovich sobre la voluntad que iguala al hombre con Dios en Los Demonios. En: Dostoievsky. Obras Completas. Vol. II. 9ed. Madrid: Aguilar, 1975; pp. 1475 y ss.
(8) A propósito de Satán, Bernanos escribe que su obra maestra es una paz muda, solitaria y glacial, comparable con el goce de la nada. Sous le soleil de Satan. En : Oeuvres romanesques suivies de Dialogues des Carmélites, Gallimard, coll. Bibliothèque de la Pléiade, 1974, p.213.
(9) Sobre esta novela ver mí artículo aparecido en Les Brandes, número 4.
(10) Por su parte el pintor Castel reconoce sentir una cierta satisfacción al probar su propia sospecha y al admitir que no es mejor que los monstruos repugnantes que le rodean, en El Túnel, op. cit. p. 85. Además ambos personajes, el de Dostoievsky y el de Sábato, parecen las víctimas de una curiosa hipertrofia de la consciencia, que los lleva, literalmente, a desdoblarse: ¡Cuántas veces esta maldita división de mi consciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocrecía y la falsa generosidad. El Túnel, op. cit.; p. 83.
(11) El personaje principal sin descanso repite ser un hombre malo, y de este modo confiesa que experimenta placer, esta dulzura infame, maldita, (este) verdadero goce del cual se deleita, sólo en el momento de su más clara consciencia del bien y de lo Bello que encuentra a su alrededor. Dostoievsky. Memorias del subsuelo. En : Obras completas. Vol. I., op. cit.; p. 1435.
(12) El Túnel, p. 22. Las mayúsculas son de Sábato.
(13) Ibid, p. 23.
(14) Paul Gadenne, Le Vent noir, Seuil, 1983, p. 372.
(15) Ibid, p. 417.
(16) Ibid, p. 436.
(17) Ibid, p. 437
(18) Ibid, p. 437.
(19) El Túnel, p. 130.
(20) Ibid, p. 124.
(21) Ibid, p. 120.
(22) Ibid, p. 134.

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