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11/12/2008
La carretera de Cormac McCarthy
Voici la traduction en espagnol de mon premier article sur La Route, que je dois à l'amabilité de Carmen Muñoz Hurtado. C'est encore Carmen qui me donnera de ce texte, très prochainement, une traduction en anglais... Enfin, la Zone devient, plus que labyrinthique, babélique...
Cormac McCarthy, El guardián del vergel [1965] (Seuil, coll. Points, 1999), p. 284.
«¿Cuáles son esas vísperas cacofónicas que campanea la chapucería del vendedor ambulante a través del largo crepúsculo y sobre el camino salpicad del bosque, mientras marcha de día, encorvado y acosado a través de ventosas excrecencias, como esos viejos proscritos, amputados por toda materialidad y ordenados a comparecer al paraíso o al infierno, que frecuentan para siempre las comarcas intermedias, sin dejar rastro, anatemas e increados?»
La oscuridad exterior [1968] (Seuil, coll. Points, 1998; l'auteur souligne), p. 213.
«Hay más provincias negras de noche que las que he encontrado.»
Hijo de Dios [1974] (Seuil, coll. Points, 1999), p. 26.
Dedico este texto a la memoria de Vincent Murlin. Que tú puedas encontrar, en la carretera blanca, un poco de calor y consuelo.
Por cierto, La Carretera de Cormac McCarthy evoca la escritura despojada (no pobre) del primer Hemingway y del último Beckett, atiborrada de silencios que, a veces, parecen ocupar más espacio que el propio texto, en recuerdo de las tragedias más negras de Shakespeare (y también de la genial exuberancia de su lengua; este es un punto que André Bleikasten, quien no sabe leer inglés, desestima gravemente), las imágenes del simbolismo demoníaco que Conrad disemina, a manera de enigmas insondables, a lo largo del río lentamente navegado por Marlow, la errancia de los personajes de Las uvas de la ira, de Steinbeck, la sentencia evocada en El señor de las moscas de Golding donde se afirma que la barbarie no puede ser vencida por el progreso, la extrema fragilidad del velo que, justamente, nos separa de esa barbarie oculta debajo de un barniz de buenos sentimientos y tecnología, como se evidencia en La Isla del doctor Moreau (y, también, en La máquina del tiempo y en La guerra de los mundos) de Wells, pero es ante todo de las novelas anteriores de Cormac MacCarthy (1) que La carretera se ha nutrido, enriqueciéndose especialmente de No es país para viejos. Las últimas líneas de esta novela evocan el sueño del Sheriff (en éste, ha vuelto a ser un muchacho que acompaña a través de la noche a su padre, el cual con una rudimentaria lámpara se hunde en las tinieblas) pareciendo anunciar, así, la aventura que se desenvuelve en La carretera.
Él retoma la escritura tensionada, admirablemente precisa y soberbiamente concisa, no obstante, ya no adopta el ritmo desenfrenado y no renuncia jamás a evocar, de manera aun más amplia que en la novela anterior, la sombría belleza de un mundo devastado; tampoco abandona, ni por breves momentos, la errancia de sus dos personajes. De esta manera, la escritura de McCarthy recupera el soplo hipnótico del atormentado Monsieur Ouine de Bernanos, pareciendo evadirse de un mundo destruido por una total guerra nuclear, para buscar la última huella de caridad refugiada en el universo.
¿Y dónde está? En algunos gestos elementales de supervivencia, en las palabras articuladas entre un padre y su hijo, en el doloroso sueño de un mundo pasado, quebrantado; en algunos encuentros, tan bellos como raros, con aquellos hombres que no han involucionado al salvajismo; está apenas contenida por una sociedad que, de aquí en adelante, se encuentra arrasada y aniquilada.
Es pues, un tiempo de lobos, de muy antiguas leyendas, época en la que un padre y su hijo sufren el rigor implacable : al menos, McCarthy, no vacila en recordarnos que los hombres pueden mantenerse erguidos sin la menor muleta social. En resumidas cuentas, a los ojos de estos dos seres humanos apenas importa el número de supervivientes que se han transformado en lobos, pues han decidido apoyarse y aferrarse el uno al otro para no sumergirse en el abismo.
El salvajismo debe ser voluntariamente deseado, abrazado, como a una amante digna de su nombre; no puede apoderarse del hombre si este último se ha despojado de la clara visión del Bien y del Mal.
Kurtz sólo se ha encarnado en el salvajismo (aunque lábil), porque ha decidido dejarse inundar por el torrente negro. Es verdad, él estaba vacío, como después no dejaron de repetirlo Conrad, T. S. Eliot y luego Bernanos y Broch.
Los personajes más tenebrosos de McCarthy jamás han sido explicados a partir de tan lamentables causas sociales (una infancia desdichada, una madre que ha sido golpeada, un padre alcohólico, levemente fraudulento, una juventud rodeada de edificaciones podridas, etc.) que diluyen nuestra responsabilidad en una miseria sociológica infecta.
Vean a Suttree : un marginal, un pobre diablo, errabundo que, a pesar de todo, es un gran hombre con la sesera rellena de muchas tonterías. No cabe duda alguna del por qué los malos periodistas le critican a este novelista, desde la aparición de No es país para viejos, el ser paternalista, conservador, e incluso reaccionario. Por Dios, por qué estos imbéciles llorones no nos dejan leer las novelas de McCarthy en paz, y por qué no han sido capaces de ver que esta novela, de absoluta devastación, funda mas que destruye, pues funda a partir de la destrucción misma. Volveremos a eso.
Cualquiera sean las aparentes digresiones de McCarthy, él plasma en la narrativa su sello magistral con una impronta que nunca antes, como en La carretera, había sido tan admirablemente certera. En un tris, su prosa se aventura a través de muchas comarcas inimaginables, por antiguos recuerdos del padre, por la añoranza de un pasado inmemorial, hasta la caída vertiginosa en el abismo del espacio y la exploración de las regiones secretas de la Tierra. Todo lo anterior para, al fin y al cabo, volver a girar como un viento apaciguante alrededor del padre y del hijo... viento que los lleva a modestas aventuras. Llevarlos ¿Llevar no es a la larga el único papel del novelista, puesto que da a luz personajes alimentados por su propia sangre? (2).
McCarthy no suelta un sólo instante a sus personajes: él los observa, les prepara algunas simples sorpresas (un refugio, alimento, vestiduras); despliega bajo sus pies un camino de evidente simbología. La vía rupta es la senda que cava en el muro deletéreo. En este mundo post apocalíptico, descrito por el novelista como despiadado y desierto, la inmovilidad es la muerte (dicha descripción parece apoyarse en las conclusiones popularizadas por Carl Sagan y un equipo de científicos en El frío y las tinieblas (3). La carretera es la típica imagen bernanosiana que conmocionó a Julian Gracq, como él mismo ha escrito en uno de sus ensayos de lectura. A su vez, la carretera de la errancia es uno de los escenarios favoritos que McCarthy no se ha cansado de retratar en todas sus novelas.
Literalmente, Cormac McCarthy lleva a sus personajes como si fuera un buen samaritano invisible, que ha sido atrapado por la piedad que siente hacia los seres de la tierra; al mismo tiempo, es el pequeño quien parece darle la fuerza al padre para seguir caminando, cueste lo que cueste (ver las propias palabras del niño, p. 222) hacia un litoral menos salvaje y estéril.
Nuestro novelista, (y por las mismas razones, una de sus creaciones más conmovedoras : el niño) merece el adjetivo de christophore (4) que Bloy aunó al papel secreto del Revelador del Globo, como el mismo apodara a Cristóbal Colón. El camino y el descubrimiento son dos caras de la misma realidad, la cual ha marcado simbólicamente las odiseas literarias y metafísicas más célebres.
¿Qué es lo que nos trata de revelar esta novela bárbara y fulminante? La fundación de una nueva cristiandad a la que poco le importa que Roma fuese o no destruida. Nosotros no sabemos, en cambio, absolutamente nada de la Iglesia. Sólo nos han sido entregados algunos detalles que, al parecer, llamaron apenas la atención de McCarthy : se ha dicho (p. 20) que América ha sido asolada por «sectas sanguinarias». Cormac McCarthy, a diferencia de Maurice Dantec, se burla al describir los épicos y cruentos combates relatados por los enemigos de la Iglesia a los últimos representantes de la Orden (5). Hasta parece no preocuparle, si atraviesa las edades del hierro, escondido en algún subterráneo, el cráneo que se ríe burlonamente de Leibowitz, cuya sabiduría devolverá a la vida a la civilización (que de nuevo perecerá, algunos siglos después del Renacimiento, prácticamente destruida por los grandes fuegos).
Esta nueva cristiandad será, entonces, totalmente idéntica a las primeras comunidades que habrían recibido la Buena Nueva: también tendrá que esconderse, estará siempre expuesta a ser abatida; sin embargo, sobrevivirá. Qué importa, incluso, si Dios existe. Posiblemente, él también ha sido arrastrado por la ceniza polvorienta que cubrió el mundo entero, los mares y los océanos, oscureciendo la atmósfera y tapando con un velo al sol.
Qué sentido tiene, entonces, rescatar la voz de Job, hay que maldecirlo (p. 16), ceder a la desesperación (p. 34), pensar locamente que la verdadera vida, en este mundo casi completamente muerto, se ha refugiado tal vez en la misma muerte (p. 24); hay que afirmarle al incrédulo que Él – ese dios se ha vuelto loco y es adorado por hombres que se han transformado en bestias – se esconde en el hijo que protege al padre hasta agotar sus propias fuerzas, ¿llamándolo simplemente Papá? Sin morada en la vida, el niño no ha perdido el espíritu al contemplar la demencia, la desesperación (de su madre que se ha suicidado), la pestilencia y el Mal; el pequeño ha logrado conservar el uso de la palabra, pues es Dios quien continúa hablando, ya que «Si él no es la palabra de Dios, Dios jamás ha hablado» (p. 7).
A Cormac McCarthy le basta aquella fragilidad conmovedora de la belleza, que de todas maneras se ha perdido para siempre; y este despojo extremo, esta extenuación del lenguaje mismo (Cf. 80, 156) – que puede ser reducido a algunos sonidos informes (p. 53), este peligro constante, esos pequeños gestos fundadores – le sirven para afirmar que la luz no puede ser devorada por las tinieblas : «Se quedó acostado observando al niño junto a la hoguera. Quería ser capaz de percibirlo. Miró a su alrededor y dijo: No hay ningún profeta en la larga crónica de la tierra que no esté siendo honrado hoy aquí». (p. 186).
Da la impresión que, lo que ha sobrevivido a la catástrofe, es sólo un resto de viejas profecías judaicas, de tierra seca, fría, oscura, sin vida y de algunos hombres errantes que buscan un poco de paz y de luz. Estas escasas cosas todavía están ante los ojos de Cormac McCarthy, y como resultado de ello, para Maître Eckhart, la Nada es su verdadera casa, la nueva e indestructible Arca de la Alianza. Es a partir de la nada que se vuelven a encontrar, ya que esta nada ahora es el todo. «Con el pie hizo unos hoyos en la arena para acomodar las caderas y los hombros del pequeño cuando se acostara y se quedó abrazándolo mientras le alborotaba el pelo delante de la lumbre para secárselo. Todo ello como un antiguo ungimiento. Que así sea. Evoca las formas. Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida» (p. 53).
Notas
(1) Novelas a las cuales Cormac McCarthy tal vez haga alusión al evocar (p. 41) esas «viejas historias de coraje y justicia».
(2) La traducción francesa de la novela de George Steiner es incorrecta: no es El transporte [transport] de A. H., sino, El portaje [portage], conforme dije en un texto publicado en el Cahier de l'Herne dedicado al autor. Ese error revela todo su sentido cuando se percibe que la intención de George Steiner, aunque relativamente manifiesta, consistía en trazar un paralelo entre el destino de Hitler y el de Cristo.
(3) Carl Sagan fue el inspirador de esta famosa placa de oro grabada – una especie de botella de náufrago interestelar, según la imagen de la que se valen los periodistas –, atornillada en las sondas Pioneer 10 y 11, que fueron dejadas en el sistema solar en la década de 1980.
(4) La etimología aproximada del nombre griego Cristóbal (Christophore) sería «el que porta consigo a Cristo».
(5) Un punto en común, sino dos, entre el texto de McCarthy y de Dantec: es la degeneración de la lengua, evidenciada en detalles en la novela de Dantec y, en mi opinión, de una forma tan biomecánica que no termina de convencer. Más adelante, utiliza el mismo oscurecimiento de la atmósfera, provocado para una nube de polvo que todo lo sofoca.
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