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23/11/2022

Déjeme de Marcelle Sauvageot, por Juan Asensio

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152400848.jpgTraductions de mes articles en différentes langues.







152400848.jpgVoici la traduction d'une note publiée le 8 mars 2018 par Cassandra Villalba Sánchez, que je remercie.








E_gHlg0XMAMEN6E.jpgDéjeme de Marcelle Sauvageot comienza en un tren, como Un verano en Baden-Baden de Leonid Tsypkin, el 7 de noviembre de 1930. Una vez consumada la ruptura entre Marcelle Sauvageot y el que fuera su pareja, esta última vuelve a verse leyendo su carta en el tren que la conduce al sanatorio de Hauteville en el departamento del Ain; pero esta ruptura no es una ruptura, o al menos, no la única, pues permite que la mujer rechazada por un hombre tan prudente, tan cobarde, tan mediocre, un hombre como todos los demás, al que ella se tomó la molestia de apodar Bébé, se recobre por completo en su esencial desnudez. Marcelle Sauvageot está enferma, tal vez sea consciente de que va a morir, y por eso ya va siendo hora, una vez que el antiguo amor se convierte en el sustrato de un comentario tan sobresaliente como lo es Déjeme, de saber quién somos.
Por otro lado, resulta bastante inverosímil ver cómo una mujer, demostrando durante la disección de su antiguo amor tal dominio y sutileza, una capacidad de juicio tan fuerte que incomodaría a Malraux (cf. la anécdota relatada por Clara Malraux, p. 121), debió esperar a ser decepcionada por un hombre para descubrir de qué madera imputrescible estaba hecha. No es fácil imaginarse a esta amante abandonada por otra autocompadeciéndose de su suerte, y sin embargo, en las primeras líneas de su texto, la observamos doblegarse: «La certeza de que alguien, para quien lo demás es tan solo una distracción momentánea y sin poder, sigue queriéndolo y esperándolo es una gran suerte para un enfermo: tiene la sensación de que la vida que dejó atrás advirtió su ausencia; no puede concebir un nuevo porvenir; débil y afligido por la abrupta ruptura con el pasado, lo que pide para «después» es continuar lo mejor posible lo que era antes» (p. 4) (1). Al final, uno se atreve a pensar que no hay mucha diferencia, tanto en la mente como en el cuerpo de Marcelle Sauvageot, entre la ruptura amorosa y la ruptura que introduce la enfermedad en el curso de una vida. En ambos casos, existe un antes y un después, pero es necesario que ese tipo de mente soberana comprenda los motivos del vuelco de una vida sana, de la felicidad, de la alegría de ser dos, en la desdicha y en la enfermedad, en la vida hecha desnudez, despojada del amor que la cubría y la protegía.
Son varias las imágenes que evocan la brutalidad de la ruptura, la infinita separación que desune el tiempo entre el antes y el después. De lo que se trata es de entender el vuelco que se produce de uno a otro, como ya he dicho, pero resulta imposible imaginárselo, pues tanto la mente como el cuerpo parecen, lisa y llanamente, rechazarlo, aunque, claro, para no zozobrar y ser engullidos, ambos se reservan el uso de algunos mecanismos dilatorios, como una imagen residual que, después de haberos quemado la retina, sigue devorando el órgano una vez que el párpado se cierra: «Parece un arcoíris que se desvanece: algunos matices sobreviven un instante, desaparecen, parecen volver; no queda nada. Así es como desaparece mi hermosa ensoñación. ¿Será posible que ya no quede nada? Repito tontamente: largarme de aquí… e intento recuperar los pedazos para revivir la noche de ayer. Pero es un milagro que se rompe» (p. 6). Posteriormente, surge otra metáfora que está más directamente en consonancia con su propia escritura, la cual, aunque no lo parezca, en el fondo nos está diciendo lo mismo que en el pasaje anterior, pues no deja de ser un intento de circunscribir la brutalidad de lo que fue y ya no es, la violenta detonación de la ruptura y la demoledora evidencia de que un hombre ama a otra mujer, o al menos afirma amar a otra mujer que no es la misma que la que ahora está sola y enferma, esforzándose por intentar entender lo imposible, la separación definitiva de un ser que estuvo y que ya no está, y que ya no está porque está en otro lugar con otra, porque se convirtió en todo para alguien que no eres tú, o al menos es lo que pretende, lo cual viene a ser lo mismo: «Usted me describe a su prometida durante un período cuyo ritmo se ajusta a la evolución de sus sentimientos; la frase se va estirando lentamente, después se inclina gradualmente hacia la caída, donde se detiene definitivamente en silencio, sin la fuerza suficiente para seguir adelante: ella está ahí, detenida para siempre, igual que usted está ahí junto a Ella» (p. 16). Lo que tenemos que hacer, en definitiva, es regresar al pasado a través de la magia de la escritura hasta acercarnos al borde del abismo eternamente inalcanzable: el momento en que el amor se convierte en desprecio, en asco, a veces en odio, y, más banalmente, en desinterés. Paul Gadenne, en prácticamente todas sus novelas, especialmente en El viento negro y La playa de Scheveningen, habrá intentado sin descanso ese prodigioso esfuerzo de rememoración y, empleando un término kierkegaardiano que perseguía al novelista, de repetición.
Pasa algo más de un mes antes de que Marcelle Sauvageot se ponga a escribir de nuevo. Estamos a 10 de diciembre, el examen de conciencia en el que se encuentra inmersa nuestra paciente terminará el 24 de diciembre, a las puertas de una revelación esperada, en todo caso presentida, a la que no deberíamos considerar de mística tan pronto, aunque la autoridad de otro autor que también conoció el sufrimiento físico, convertido al cristianismo sin hacer demasiada publicidad vulgar al respecto, a diferencia de tan pretencioso pipiolo, nos lo imponga, como hace el gran crítico literario Charles Du Bos (2). Ya no sabemos leer como él, es decir, hundiéndonos en la mente de la persona que escribió el texto que nos ocupa, con un paciente desciframiento de sus intenciones más ocultas en un largo despliegue de aproximaciones que son de esperar, pero la meta es obviamente imposible de alcanzar, os permitirán acercaros un poco más a la última verdad del hombre y de la obra sin que parezca jamás considerarse abandonada del esfuerzo que el primero tuvo que hacer para escribir la segunda, y del esfuerzo que esta exige, si posee un mínimo de seriedad, a cualquier lector, pero sobre todo, al incansable lector que es el crítico. Un texto como el de Marcelle Sauvageot posiblemente habría sido completamente ignorado, o por lo menos olvidado, si Charles Du Bos no hubiera envuelto, en torno a sus impecables frases, bajo su aparente dulzura, sus propias expectativas, su exquisita sensibilidad.
Charles Du Bos entendió así, mejor que nadie, a Marcelle Sauvageot, ya que con ella comparte de manera bastante notable su mentalidad racional, elucubradora incluso, así como una extrema sensibilidad por el lenguaje que le permite analizar los acontecimientos más secretos mediante un proceso tanto intelectual como espiritual. Vemos entonces lo que dice Marcelle Sauvageot con respecto a «la evolución de la alegría»: «Existe un rinconcito que no vibra, pero ese rinconcito sigue siendo testigo de la alegría experimentada. Es el que recuerda y el que puede decir: fui feliz y sé por qué. Me encantaría perder la cabeza, pero quiero aprovechar el momento en que pierda la cabeza y llevar el conocimiento lo más lejos posible de la conciencia que abdica. No hay que ausentarse de su felicidad» (p. 13), escribe la autora, no muy segura de su sufrimiento, pues ambos permiten que el yo se concentre, se repliegue en todos los sentidos de la palabra, incluido el táctico, en su parte más irreductible, indivisible, lo que un gran místico renano, si no el más grande, denominó la fina punta del alma. Es un hecho indiscutible que: «Si todo cambia, si todo me hace daño, soy yo conmigo misma. Para haberme perdido, tendría que haber estado segura de que ya no me necesitaba» (p. 15), extraordinaria observación que parece rechazar con un simple gesto la tentación de la desesperación, como si se tratase simplemente de una falta de gusto completamente indescriptible, no teniendo ninguna relación de naturaleza o incluso de trato superficial con la exigencia propia de la aprehensión por parte de la conciencia, de sus propios recursos, de su propia existencia, insuperable e inamovible. Qué importa la muerte si un espíritu, al menos una vez, hizo el esfuerzo titánico de dominarse a sí mismo y, al dominarse, de levantarse, libre con una libertad ganada a duras penas.
¿Qué habría sido de Marcelle Sauvageot, estúpidamente casada junto a su Bébé, irónicamente reducido al ignominioso rango del «pequeño comerciante que rechaza un negocio que ya no desea cerrar» (p. 23), una vez que la inoportuna queda relegada a la categoría tan idónea de la amiga que siente por el que fue su pareja un «amor que se satisfaga con su mera existencia, que no sea más que bondad y abnegación» (p. 28)? Cuesta imaginar que una mujer así, tan fundamental y apasionadamente libre como lo fue ella, hasta el punto de llegar a emocionar a Clara Malraux, hubiera consentido por un instante «destruir[se] para convertir[se] en una figura consentidora que ya no desea crecer, sino que se duerme en la admiración infantil del hombre amado y se deja guiar por él» (p. 19). La respuesta la da evidentemente la propia Marcelle Sauvageot, dándoles un tremendo bofetón a las actuales feministas, cuyas mejillas parecen no estar lo suficientemente coloradas todavía: «¿Acaso aquel para quien estamos hechos no es aquel para quien aceptamos estar hechos? Ese, para mí, podría haber sido usted» (p. 21.), y asistimos, deslumbrados y conmovidos, una vez más, a la inmemorial inmolación de la mujer por el hombre al que eligió amar, y este es un acto de sumisión tan solo en apariencia pues, como siempre para Marcelle Sauvageot, solo puede tratarse de una decisión que concluye un largo proceso de análisis: quien se entrega es libre.
Nada escapa a la atención de Marcelle Sauvageot, tal y como ponen de manifiesto estas palabras que llevan tan lejos la realidad especular de la seducción entre un hombre y una mujer, hecha de falsas pretensiones y de fugas falaces hacia otro lugar de pacotilla, de representaciones fantasiosas del otro que solo colman nuestras quiméricas aspiraciones de modelar a un ser que satisfaga todos nuestros deseos. Desgraciadamente, los amantes más locos y entusiastas enseguida vuelven a la realidad más común, una triste desilusión, el tan dramáticamente banal desengaño que, sin embargo, sigue siendo la primera señal de la derrota que se avecina, ya muy cercana, que ya está siempre ahí, como dicen los filósofos: «El encanto entre nosotros duraría mientras mantuviéramos la inquietud creada por el desconocimiento que teníamos de nuestra imagen en el otro. ¿Quién rompió ese hechizo? Creemos ver la imagen estática de la otra persona fijando la suya en nosotros. ¿Es esto lo que nos separó?» (p. 25). Así, Charles Du Bos lleva obviamente razón al subrayar estos términos, al hablar de «amor de comprensión», ese amor tan poco común, «prácticamente sin parangón para quien lo experimenta, la vida le concede reciprocidad» (p. 104). Marcelle Sauvageot intentó al menos construirla, si no, una vez disipado su espejismo, esbozarla como el más intenso de los placeres solitarios, una quimera intelectual perfectamente erigida para la sola contemplación de aquella a quien la reciprocidad le fue denegada.
Aquel que amó a Marcelle Sauvageot se colmó de representaciones de la amada más que de la amada misma, y por ello, no fue solo su «deseo de conquista» lo que «sopló para que lo llenara todo con su vacío» (p. 28), y por tanto, lo único que puede constatar a su pesar es que ninguno de los dos consiguió mantener con vida a ese «ser realmente vivo», unión de dos enamorados, «ese ser era una alianza entre usted y yo, tal cual nos queríamos ambos» (p. 24), o mejor dicho, recapacita inmediatamente nuestra impecable analista, que solo ella había creado, pues, observa con crueldad que no es ella la que se casa, sino él; en su interior, «es su imagen la que ocupa todo el espacio» y, para no más dolor, él «debe marcharse para que un día [su] nombre, pronunciado delante de [ella], pase como un soplo sin rozar nada más» (p. 28).
Nos acercamos al 24 de diciembre de 1930 y Marcelle Sauvageot cobra vida con extraño ardor, renovada vitalidad que no suele ser poco común en la vida de un enfermo, ella, que apaga la lámpara para dejar entrar en su habitación «la luz de la noche». ¿Estará lista para recibir lo que espera? ¿Qué espera? ¿Una señal? Da igual, ella no es más que espera. Todo está en silencio porque ha nevado, con «ese silencio que aguarda una revelación de la que lo único que sabemos es que la posibilidad de su llegada hace que el corazón lata con más alegría» (p. 29). A Dios no lo nombra, como tampoco a Cristo, y conviene señalar que ese presentimiento acompaña la revelación de otro presentimiento, o a lo mejor no es más que su envoltura exterior, pues Marcelle Sauvageot, mientras experimenta el vértigo de un vacío donde su corazón, «privado de amor, se siente desfallecer», asegura que se ha vuelto, forma verbal reflexiva e inusual a la que apenas estamos acostumbrados pero que descubre una vuelta sorprendente a su yo más profundo, y continua diciendo que con ella, es decir, consigo misma «voy a luchar por seguir adelante» (p. 30), prefiriendo estar sola antes que seguir con él, el hombre menguado en su talla de confidente, amante y amigo, «las farsas de una vida que se apagó», mentira que ella califica de «religión sin fe», esa con la que no podría conformarse, porque «necesita otra fe», solamente la palabra «Navidad» (p. 32), irrumpiendo como si contuviera el mundo entero, como es el caso de Marcelle Sauvageot cuando la escribe, esa simple palabra, esa palabra infantil que clausura ese penúltimo capítulo de Déjeme, que concluye pudorosamente con una escena en la que Marcelle Sauvageot se concede lo que fue sin duda uno de los últimos placeres terrenales que alegraron su corta vida, un baile (3) con un acompañante al que deja, sin decirle nada, «después de un beso» (p. 34).
Morirá en 1934, pero desconozco completamente lo que fue de su vida entre el momento en que terminó de escribir su único libro, al que seguramente nunca consideró como tal, cuando este breve texto merecería bibliotecas enteras, y sus últimos días en Davos.
Fue en Davos donde Charles Du Bos pudo verla y hablar con ella. Ella le comenta que no sabe si «ha perdido realmente la fe» (p. 116), pero el crítico asegura que comulgará dos veces antes de morir el 6 de enero de 1934. Charles Du Bois, testigo privilegiado de las últimas horas de la joven, hasta el punto de escribir en su Diario (tomo ix, La Colombe, 1961, pp. 21-2) que el episodio de su encuentro en Davos «fue uno de los días más culminantes de [su] vida» (p. 125), tan considerado a la hora de evocar la verdadera naturaleza de la autora de Déjeme, que, a su juicio es una «monologuista» (p. 97) dotada de una admirable «concentración inmóvil» (p. 98), no se equivoca, pues, cuando afirma, como hemos señalado, que en ella «conocimiento y amor coexisten en perfecta simultaneidad» (p. 103), y que «el propósito del verdadero diálogo interior es conducirnos de este modo a ese umbral misterioso en el que, sin posibilidad de «adueñarnos de ella», rozamos nuestra alma; y el hecho haberla rozado basta para que nunca más lleguemos a dudar de la realidad de su existencia» (p. 112). Nadie cruza ese umbral del que todavía pudiera hablar ya que, habiéndolo cruzado, ¿por qué tendría la necesidad de seguir describiéndonos ese pasaje que lo transformó radicalmente, convertido a una realidad y a una dimensión superiores? No le falta razón, sin embargo, pero su propia reseña de Déjeme me sigue pareciendo demasiado guiada, pretendiendo proponer a toda costa una lectura espiritual del extraordinario texto de Marcelle Sauvageot, que parece estar suspendido sobre un abismo de luz, y que Henri Gouhier, en una nota publicada en diciembre de 1933 en La Vie Intellectuelle, aborda de manera más neutra que Charles Du Bos, refiriéndose a una «ironía sin malicia ni pretensiones metafísicas [que] arroja una luz tenue sobre ese paisaje devastado, una ironía que parece, más que una disposición de la mente, una cualidad de las cosas» (p. 121); y Robert Brasillach hace referencia, ya en la primavera de 1933, a una «lucidez constituida por el sufrimiento, la enfermedad y la ausencia», a la que no encuentra parangón, a excepción de las «últimas páginas del diario donde Katherine Mansfield habla de su marido y de su vida» (p. 122).
Solamente nos situamos en la referencia literaria en teoría, ya que lo único que pudo impactar a los primeros lectores de Déjeme es evidente; este breve texto que arde con sorda intensidad y que los contiene a todos es una especie de discurso sobre el método (referencia implícita à Descartes) que, infinitamente más poético que el otro, apunta al mismo objetivo: ofrecer al hombre el deseo, y sobre todo la voluntad de fundar su libertad verdaderamente inaudita, misterio con el que tropieza el más poderoso de los Ángeles, sobre un fundamento no tan frágil como un libro, una biblioteca, todos los libros y el conocimiento del universo. Ese zócalo tiene un nombre muy sencillo y al que seguramente Marcelle Sauvageot lo vio brillar tenuemente, como el refulgente aleph al fondo de la bodega del cuento, y que ella no deja de susurrar en Déjeme.

Notas
(1) Marcelle Sauvageot, Déjeme. Comentario (nota del editor, prólogo y nota de Charles Du Bos, Visita de la llanura a la montaña de Jean Mouton, Éditions Phoebus, 2004). El texto apareció en 1933; el editor hace referencia a «163 ejemplares fuera del mercado, impresos por René-Louis Doyon en las rotativas del tipógrafo Couloma», estando dicha edición «reservada únicamente a los amigos de la joven mujer» (p. 18).
(2) Charles Du Bos recogió en sus Aproximaciones un Prólogo al texto de Marcelle Sauvageot (cf. pp. 1309-1319, dentro del gran volumen publicado por Les Syrtes, 2000). Dicho texto fue incluido en nuestra edición, enriquecido con una nota de Chales Du Bos fechada el 14 de enero 1934. Charles Du Bos evocará también a Marcelle Sauvageot en un admirable texto titulado Del sufrimiento físico, páginas 1465-1481 de la edición de las Aproximaciones ya citadas.
(3) «El cuerpo redescubre, con una dicha casi religiosa, la flexible curvatura para apoyarse en su pareja, el inteligente abandono que casa con los movimientos del otro cuerpo y los sigue, fiel como una sombra y ligero como ella» (p. 33).