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23/03/2011

Háblales de batallas, de reyes y de elefantes de Mathias Enard

Créditos fotográficos : Juan Asensio.

IMG_4906.jpgSobre Hablales de batallas, de reyes y de elefantes de Mathias Enard (Actes Sud, 2010, Literatura Mondadori, 2011).
LRSP (libro recibido en servicio de prensa).


Je dois cette traduction de ma note à José Luis González Ribera. Qu'il en soit très aimablement remercié. Il va de soi que c'est également à José Luis que je dois la traduction des extraits du texte d'Enard, qui seront sans doute sensiblement différents, mais toujours aussi désolants quelle que soit la traduction, du texte final que Literatura Mondadori (appartenant au groupe Random House Mondadori) doit publier cette année pour le public des lecteurs espagnols.

Rappel
Toutes les langues de la Zone.

Dans un entretien à El País, Juan Gabriel Vásquez, auteur d'un roman intéressant et lauréat du prix Alfaguara de Novela, a pu écrire, sans rire que, de Mathias Enard, «su Zona es ya una de las grandes novelas de mi generación»...
Ce seul propos, de la part d'un auteur qui cite Conrad, Flaubert et Joyce, suffit à mes yeux à lui ôter toute forme d'intérêt et de sérieux.

Siendo una de las malas novelas de la rentrée littéraire se corre el riesgo de que sea aclamada, recomendada, canonizada, como todo lo publicado en Septiembre, por efecto del arrebato mediático y del público por La carte et le territoire [El mapa y el territorio], de Michel Houellebecq. Razón de más para no molestarnos y abandonar sin preocupaciones este libro al cotorreo periodístico, que no dejará de encontrarle una evidente calidad literaria.
Curioso fenómeno el de la lectura disparatada de una gran novela, Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, que se sumerge en el ruido y el furor de la vida de un hombre de excepción, Geoffrey Firmin, seguida por la de un libro bastante corto, escrito sin duda en poco tiempo, redactado en todo caso para ser leído en un tiempo excesivamente corto, un tiempo periodístico, Hablales de bataillas, de reyes y de elefantes de Mathias Enard: la lectura de un libro malo está llena de consecuencias (como lo señaló Stanislas Brzozowski, del que he tratado en esta nota), consecuencias que, sobre todo, recaen directamente sobre los buenos libros, puesto que estos no tienen existencia efectiva sino durante el tiempo de su lectura. Leer un mal libro, no es solamente perder el tiempo, aunque fuera el tiempo ciego del periodismo, sino que es, sobre todo, privar de tiempo, el tiempo propio de su lectura, a los buenos libros.
No me equivoqué cuando afirmé en mi bitácora (vease et y este otro texto) que la escritura de Zona, un muy grueso libro perfectamente olvidable y, sin embargo, oportunamente reeditado en colección de bolsillo por Actes Sud, era de una facilidad típicamente publicitaria. Una facilidad ocultada por el taparrabos pletórico de una inmensa frase sin signos de puntuación, que algunos idiotas con pretensiones vagamente críticas tomaron por la más brillante manifestación del genio del autor siendo que tal frase no es sino el signo de su miedo y de su desesperación, su angustia terrible por no estar a la altura y, de hecho, el símbolo de un fracaso, la constatación de una desproporción clamorosa entre, de un lado, las pretensiones literarias y, por otro, el talento necesario para satisfacerlas.
En esta novela, que se lee, el menos en esto se diferencia de la anterior, en apenas cuarenta minutos, Mathias Enard se enfrenta al verdadero desafío que todo escritor con algo de talento debe, a fin de cuentas, conseguir superar sin que nadie se lo pida ni le haga ni siquiera la menor sugerencia: contar una historia sin hacer trampas, como sugiere, a modo de exégesis, la cita de Kipling que le da título. El secreto de un escritor, aunque sea mediocre, sobre todo si es mediocre, es algo que, como la carta robada de Poe, sus libros no pueden dejar de mostrar, tan visiblemente como una llaga. Así, de una manera triste e irónica, Mathias Enard pone en negro sobre blanco que él no sabe contar una historia llena de «batallas y de reyes, de caballos, de diablos, de elefantes y de ángeles» y, para que le perdonemos, nos remite a la lectura de libros de un escritor que fue el narrador por excelencia.
Mathias Enard, cuando no hace trampas ayudándose de una larga pértiga que le permite, sin muchos esfuerzos, saltar por encima del muro de lo novelesco, aterriza lamentablemente, no al otro lado del muro, donde habría encontrado, según José Bergamín, al Minotauro, sino en su base, en el mismo lugar en que sus piernas han esbozado un saltito inútil, el salto del escritor que no se atreve y que, porque no se atreve, no encontrará jamás al monstruo de lo novelesco. ¿Qué es, pues, Zona?, me preguntaba yo entonces. Todo lo que queramos, respondí, lo cual es una pésima manera de definir una novela pues consiste en afirmar que no podemos decir nada claro, no tanto por su riqueza sino por su pobreza gárrula. Hablales de bataillas, de reyes y de elefantes es un objeto más fácil de identificar: es una recopilación de pequeños textos en prosa. No hablemos como doble y probable referencia a Blaise Cendrars (el Blaise Cendrars de El oro, de escritura dura como una barrena), ni tan siquiera a Pierre Michon, cuyos textos sobreescritos, incluso si no se aventuran nunca demasiado lejos en las profundidades de las pasiones humanas, nos permiten, al menos, descender algunos de los peldaños que el escritor ha bruñido durante horas, con el pequeño trapo de seda de sus palabras aterciopeladas.
Con Mathias Enard, no descendemos ni ascendemos, atraídos por una postulación típicamente baudelairiana que es una buena manera, después de todo, de definir el arte de la novela, inscribiendo su reino entre la luz y las tinieblas. Nos quedamos pegados atorados en un Bósforo de naderías bienpensantes que intentan levantar un puente de ideas convenidas entre un Occidente forzosamente decadente y un Oriente forzosamente tentador, nuevo, desorientador, fascinante, susurrante, ondulante, en resumen, oriental. El Oriente de todas las tentaciones carnales, transformado en un cliché tan envejecido como una falena turca de la época otomana, fisura por la que el Occidente observa su grandeza y su ruina, en el que creemos hundirnos para escapar muy fácilmente gracias a las hermosas pero algo banales novelas de Pierre Loti. He aquí que, gracias a Mathias Enard, del que cada nota de prensa nos recuerda que «ha estudiado el persa y el árabe y ha ha hecho largas estancias en Oriente Medio», todo lector deseoso de escapar de la tristeza de esa vida cotidiana tan gris dispone, a partir de ahora, de una piscina portátil de la profundidad de una hermosa cubierta de un libro, pequeño milagro del que se han logrado miles de ejemplares gracias a fotografías trucadas, estéticamente bellas y, sin embargo, absolutamente nimias que la agencia Corbis vierte a los ojos fatigados de los occidentales tan fácilmente desorientados que olvidan que significa ser arrebatados por un libro.
Estancado sobre un Mar de los Sargazos de buenos sentimientos y de frases sin olas ni sal, el libro de Enard no nos arrebatados y, ni siquiera, nos embarca. Tan pronto como es leído, es olvidado, lo cual, junto con su brevedad, es el segundo elogio que se le puede hacer.
Las banalidades brotan tan abundantemente de la pluma de Enard que el agua sobre el cuerpo de Miguel Ángel que, es cierto, siguiendo al autor, que no se lavaba prácticamente nunca. Por otro lado, bautismo y renacimiento propiciatorios, la única vez que su cuerpo poco reluciente y cubierto de costras conoció los beneficios de un largo baño, Miguel Ángel tuvo por fin la idea del puente que debía construir. ¿Imagen ridícula de la inspiración así como pureza reencontrada a bajo coste? Saludemos, en todo caso, el simbólico falseamiento elíptico que el autor hace del conocimiento psicológico. Otra pregunta. ¿Qué es la arquitectura según Mathias Enard? Nos responde, demasiado rápido, con una respuesta que Vitruvio no se habría tal vez atrevido a dar pues, ya en su época, debía parecer evidente : «el arte del equilibrio» (p. 56). Querido Mathias Enard, apreciaría que respondiera a una pregunta sin trampa ni cartón : ¿qué es la literatura? ¿El arte de la escritura, me responderá? ¿O el de la lectura? A menos que me diga usted que se trata de pretender hacer pasar un cromo chillón, descubierto en algún zoco de Estambul, por una obra culminada? Es a esta noble tarea (transformar el barro en oro, la bisutería de vidrio en záfiro) que ciertos de sus amigos periodistas parecen en todo caso estar consagrados cuando evocan su libro: llegan a lograrlo, me he encontrado esta mañana con mi panadera, que le ha visto en televisión, oído en la radio, leído en no sé qué periodicucho, encontrado en su almacen Fnac favorito, donde su libro está bien expuesto, en el expositor totémico de las corazonadas.
Todo es banal en la novela de Enard. Las metáforas sobre todo pero también el uso de los adjetivos calificativos. Así el dibujo se vuelve «la herida negra de la tinta, esa caricia crujiente sobre el grano del papel» (p. 65); así también el canto del muezzin es siempre «fraternal» (ibid.), «el amor, el amor» (sic) es una «promesa de olvido y de saciedad» (p. 67) y «la quemadura de los celos [es una] dulce quemadura, porque fortalece el amor consumándolo» (p. 99). Estos pocos ejemplos no constituyen una lista exhaustiva. Una banalidad que no es perdonable ni siquiera a Christine Angot clama a cada frase o casi del libro de Enard, como si el Gran Turco en persona quisiera, por una presencia constante y lo más agotadora posible, asegurarse la fidelidad de sus cortesanas temerosas, pequeñas frases sin alma ni cuerpo que se apresuran a huir de la terrible figura que no tendra ningún problema en imponerles su pura voluntad.
Otra forma de banalidad aparte de la de las metáforas y el vocabulario daña el texto de Mathias Enard, como si la nulidad, devoradora insaciable, afectase a la estructura de la obra tanto como a la intención que ha presidido su escritura. El puente se hunde, la generosa arcada de tolerancia y de descubrimiento del otro levantada entre Europa y un Estado musulmán discretamente declarado europeo (cf. p. 87) no ha tenido siquiera lugar en otro lugar que en nuestros sueños, tal vez en esos de Miguel Ángel tan pobremente explorados por Mathias Enard. Recientemente, algún escritorzuelo virtual ha reprochado a Michel Houellebecq copiar pura y simplemente, para su última novela, textos de la Wikipedia. El hecho, en sí mismo, no tiene absolutamente ninguna importancia, pero el periodismo ha de obtener su pobre carnaza de la nada, eso es algo sabido. Las frases en cuestión, incluso si hubiesen sido copiadas coma por coma por el autor de La posibilidad de una isla, traslucen, sin embargo, una impresión de apresuramiento menor que la que tenemos leyendo el texto de Enard. Comprendemos que está bien documentado sobre la vida de Miguel Ángel y que, por estar bien documentado, busque hacérnoslo saber, por ejemplo evocando a Savonarola, al suplicio del cual asistió el artista, evocando también a Leonardo da Vinci, el prestigioso rival, tratado en dos ocasiones de «palurdo» (pp. 19 y 84) que desprecia la escultura (cf. p. 19), citando en fin algunas de sus fuentes, como un alumno aplicado nos indicaría en su ejercicio la página consultada de su «Historia sencilla de Turquía».
Para tomar realmente conciencia de la pobreza de invención del libro de Mathias Enard, haría falta una larga comparación entre la llegada de Virgilio al puerto de Brindisi tal y como lo ha imaginado (o recreado) genialmente Hermann Broch con la de Miguel Ángel, el 13 de mayo de 1506, a la inmensa ciudad que deberá, por un puente de su autoría, unir a Pera : en la primera, vemos la actividad de una ciudad portuaria de la Antigüedad, majestuosa y, sin embargo, minúscula ventana por la cual Broch nos hace intuir la actividad prodigiosa del Imperio, los sueños de aquellos que lo han combatido a lo largo de siglos de conquistas, de violencia y de notables adelantos técnicos. En el segundo, la acumulación de detalles y de fechas no nos da sino la vaga impesión de leer una guía de viajes. Enard se apresura demasiado : no se intentan sondear los impulsos ni el corazón de un artista como Miguel Ángel declarándolo de higiene dudosa y de moralidad homosexual a la moda de París, es decir, como un poco de pimienta servida en una mesa del Flore.
Esta comparación entre una novela prodigiosa, La muerte de Virgilio y un pequeño adorno de inanidad sonora – acogido por algunos pésimos críticos de los cuales, ¡oh sorpresa absoluta!, el peor de ellos, Pierre Assouline, se lamenta de que la novela de Enard haya sido tan poco tratada por sus colegas, siendo que no sólo se le ha hecho caso, si no que se le ha hecho demasiado, en mi opinión – puede ser extendida a la cuestión principal que revelan estos textos : las angustias de la creación y, más aún, la relación entre el arte puro y su inscripción, política en primer lugar, en un mundo que, puro, no lo es del todo. No puedo sino referirme a mi texto sobre la obra de Broch. Virgilio quiere quemar el manuscrito de la Eneida, comprendiendo que su admirable canto no es más que un poco de polvo empujado por el viento en frente de la Palabra comparado con la cual todo su libro no hace más que murmurar. Miguel Ángel, al menos el ridículo Miguel Ángel que Mathias Enard pintarrajea sin talento ni gracia, no es sino un aficionado a las mujeres y a los hombres, un artista pretencioso que se declara página sí página no, a manera de pensamiento político, envilecido por los poderosos (cf. p. 109), un hombre sucio, irascible y venal, amateur de belleza(s) que es, abran bien sus ojos para asumir esta verdad quintaesencial, aunque «oscura a sí mismo» (p. 115), «modelado por su obra» (p. 87), tal como, oh prodigio de invención novelesca, Enard nos dice que el rostro de Miguel Ángel «es transformado por la ciudad y la alteridad; sus escenas, sus colores, sus formas impregnaron su trabajo para el resto de su vida» (p. 91). He creído, por mi parte, cuando las he leído, que estas líneas habían sido plagiadas de una de esas chispas del pensamiento mundialista más etéreo e insignificante que nos ofrecen las páginas de los Inrockuptibles o del Nouvel Observateur en lugar de críticas literarias dignas de tal nombre.
¿Qué es lo que queda de esta çorbasi ligera o sopa turca salpimentada de homosexualidad difusa (los bufones hablarán, supongo, de un deseo indiferenciado de una magnifica humanidad liberada de sus sombríos tabúes) y de intrigas de corazón a penas sugeridas que es el libro de Mathias Enard? La intención primera sin duda, no veo nada más, la misma, por otra parte, que inundaba las páginas extenuantes de Zona : la Historia, feliz o abyecta, anodino o suntuosa, no es nada más que una narración o, más que nada, el misterioso poder que nos ha sido conferido de transformar la Historia en historias, de hacer del pasado un relato, sea pasable o perfectamente inepto. El ejercicio artístico de esta facultad lleva consigo su consecuencia inmediata : el sentimiento de la pureza perdida y la evidencia de que los artistas no son sino vicarios después de que Dios parezca haber abandonado nuestro mundo (cf. p. 120, donde Miguel Ángel declara que «imitamos todos a Dios en su ausencia»).
Esta es la única dimensión de algún interés que presenta el libro de Mathias Enard, dimensión, desgraciamente, que no desarrolla lo suficiente (1) en un libro sin profundidad, en el cual su misma ligereza no nos permite reflejarnos. Quien busque, en un texto corto, aún más corto que el de Enard, descubrir algo del misterio de Oriente deberá leer Las voces de Marrakech de Elias Canetti o incluso el texto muy breve de André Gide titulado El Hadj. Y, si es verdad que incluso los peores libros pueden alcanzarnos por uno solo de sus pasajes, he aquí lo que he encontrado de bello en el texto de Mathias Enard : «Yo no busco el amor. Yo busco el consuelo. El reconfortamiento para todos esos países que perdemos desde el vientre de nuestra madre y que reemplazamos por historias, como niños ávidos, con los ojos abiertos como platos cara al cuentacuentos» (pp. 110-1).

Nota
(1) La temática de la perdida de la unidad primera es evocada en las páginas 125 y 127 del libro de Enard pero también en la última página, evocando un Miguel Ángel envejecido. Señalemos igualmente la naturaleza andrógina del deseo que siente Miguel Ángel por un bailarín (o una bailarina).